La pérdida de un ser querido siempre nos resquebraja. Es la herida, pero también esa dualidad entre el animal y el ser. Ambos forman parte de esa coexistencia entre la vida y la muerte, el sostén que abrigamos al amparo de los días y la extrañeza permanente que se invoca siendo.
Una extrañeza continua que nos revela perplejidad y asombro, rutinas deformes y un sentido inacabado de incertidumbre cierta.
No hay vida sin muerte, pues se nace sin prerrogativas. Y la muerte es solo principio o final según sean nuestras convicciones.
Algo se detiene en el tiempo ante la pérdida, algo se transforma.
Las emociones palidecen y la razón advierte sus límites. Es el trasfondo de lo humano y el carácter inquebrantable de nuestra finitud. Pero también la vida que irrumpe, el clamor de nuestra propia existencia.
Memoria que somos ya al fin del camino, un deseo ancestral nos acoge, libres ya de lo incierto.