Que la historia es un gran río que recoge el tiempo humano colectivo, y que entre torrenteras y meandros arrastra a los hombres y sus obras es una imagen casi evidente para los que, durante los últimos doscientos años, hicieron de ella el tribunal de todo lo pasado y la justificación de todo lo presente y venidero. Claro que muchos la vieron, sobre todo en el XIX, el siglo del proceso, como un río creciente y, como corresponde a los grandes ríos, cada vez más poderoso y tranquilo, destinado a embalsarse a sí mismo en la etapa final de una humanidad ya definitivamente civilizada. Casi ninguno de los presentes en este libro, o en este tiempo, se ve ya en esa imagen ?que siempre da la tranquilizadora ilusión de nadar a favor, o mejor aún, en contra de la corriente. Pero incluso si la mantenemos, hay que admitir que la imagen es inquietante, porque los ríos, revueltos o no, llevan de todo por sus fondos, y en ellos está, ahora sí, nadie lo dude, la historia entera de los ríos y las tierras que surcaron. Los llamados idealistas y los románticos, esos que pensaban en Europa en torno a 1800, coincidieron con el nacimiento de la nueva noción de historia y pensaron mucho sobre ella, sobre su carácter absoluto. Pero, a diferencia de quienes vinieron después, bucearon, fueron conscientes del fondo, especularon hacia arriba y hacia abajo ?¿y si arriba, ay, en el techo de la caverna que cavamos para salir, hubiera precisamente un manto de agua que se nos viene encima, según cuenta el biógrafo Rosenkranz que fantaseaba Hegel una vez con sus alumnos? La historia, el estar en la historia, el ser sujetos en la historia provoca, por ello, mucho más que cuestiones eruditas de historiografía o preguntas consoladoras por el sentido de la historia. Excita, más bien, los nervios decisivos de la existencia individual, del conocimiento, del saber, de la política, de la libertad, en aquella época y en esta. Y sobre esa excitación, leyendo a aquellos autores, se escriben los textos de este libro.