A medida que se acerca el centenario del fallecimiento de Franz Kafka, las pocas páginas que publicó en vida aparecen como chispas que provocaron un gran incendio. Pero no un fuego destructivo; más bien una pura y alta llamarada que aún ilumina como un faro el ceniciento paisaje que se extiende a nuestro alrededor. En Hijos del naufragio, la figura de Franz Kafka proyecta su larga luminiscencia en el cerrado mundo de una nave de guerra, el famoso acorazado Potemkin, y en un entorno político tan maloliente como el soviético, cuando Stalin y Trotski pugnaban por alzarse con el poder. Varias decenas de personajes, teóricamente invitados por el gobierno soviético a ese improbable crucero, son proyectadas hasta nosotros desde la vida real de la época, o arrancados de obras literarias que entonces se escribieron, o caen de nuestros actuales anhelos y carencias, conviviendo de manera enérgica para configurar una larga cadena de sucesos, que en realidad son símbolos perturbadores. Poco a poco, estas gentes, estos navegantes de la vida, a los que impulsan fuerzas muy similares a las que hoy nos arrastran, en el agota