A principios de mayo de 1936, en varios barrios obreros de Madrid empezó a circular el rumor de que monjas y miembros de asociaciones católicas laicas estaban distribuyendo caramelos envenenados entre los hijos de los trabajadores. A medida que las noticias sobre la supuesta perversidad clerical circulaban rápidamente por el boca a boca, la indignación y la inquietud crecían entre los vecinos. El 4 de mayo, grandes muchedumbres tomaron las calles, protestando contra el «envenenamiento» frente a las iglesias y escuelas religiosas. En el barrio popular de Cuatro Caminos, algunos de los individuos que componían la multitud incendiaron una iglesia y el colegio religioso contiguo. El ataque marcó el inicio de una ola de anticlericalismo incendiario, que se prolongó durante la mayoría del día. A lo largo de la capital española, más de diez edificios eclesiásticos quedaron arrasados por las llamas, mientras varios más sufrieron daños parciales. Algunas religiosas sufrieron empujones y fueron insultadas, resultaron heridas y se las obligó a abandonar sus conventos. Varias personas, consideradas por los agresores como «envenenadores», fueron atacadas en las calles. Cuando el gobierno realizó una declaración a la prensa a propósito de la falsedad de los rumores, los trabajadores de la construcción en los cercanos Nuevos Ministerios declararon una huelga espontánea para protestar contra la «actitud que se atribuye a los elementos de derecha con el reparto de caramelos envenenados».
El periodo de cinco años que siguió a la proclamación de la Segunda República Española, el régimen democrático inaugurado en abril de 1931, estuvo marcado por numerosos ataques físicos sobre las propiedades y los rituales públicos de la Iglesia católica española. Los ataques desde abajo, como el que acabamos de relatar, eran generalmente llevados a cabo por trabajadores rurales y urbanos profundamente frustrados por la incapacidad práctica de la República para hacer frente al amplio poder social, cultural, político y económico de la Iglesia. El 17-18 de julio de 1936, una rebelión militar de signo derechista que se proponía detener los cambios sociales y políticos inaugurados por la República dividió España geográficamente, provocando una fragmentación radical del poder en el territorio que permaneció bajo autoridad republicana. El golpe marcó el inicio de un conflicto que degeneraría en una guerra civil. Los protagonistas anticlericales, con una estructura de oportunidades políticas reconfigurada y jugando a su favor, participaron en una ola de iconoclastia y violencia contra el clero sin precedentes. Numerosos edificios religiosos y objetos litúrgicos fueron destruidos y casi 7.000 miembros del clero (tanto hombres como mujeres) fueron asesinados, la inmensa mayoría, durante los primeros seis meses de la contienda.