Cuando el amor nos ata a una persona para siempre, no hay nada en el mundo que pueda romper ese vínculo. Si existiese una máquina del tiempo me transportaría a un instante de mi infancia, pondría mis manos de adulto sobre mis pequeños hombros y me advertiría de que todo eso que se estaba cocinando en mi interior era Eva. Ella iba a ser capaz de hacerme sentir un cobarde desgraciado y un valiente exultante, un ganador y un perdedor, un buen hombre y el peor hombre, la mitad de un todo y también el todo de la nada. Me diría a mí mismo que no la siguiera con la mirada, que no la buscara nada más entrar por la puerta del colegio, que fingiera estar enfermo para perderme la hora de gimnasia que aquella misma tarde nos haría pareja de bádminton para el resto del curso, que la dejara pasar, por el bien de ella y por el mío. Y yo no me haría el menor caso. De haberlo hecho, esta no sería nuestra historia.