En el teatro de la vida, el amor siempre ha jugado un rol de primer plano; no es una pasión limitada y circunscrita, sino que aspira a ser totalizadora, cósmica hasta incorporar la naturaleza que rodea al amante. El cielo, la tierra, las selvas siguen el motus amoris, se hacen testigos silenciosos, confidentes exclusivos, reflejos de los mundos interiores de las cuatro mujeres, protagonistas absolutas de esta obra que, en las cuatro esquinas que ocupan el escenario de la vida, originan una simbiosis con los elementos naturales. Toda naturaleza pasa por las mujeres. La figura varonil no es más que un reflejo-espejo de la mujer, y en esta obra, siempre es doloroso. La naturaleza, que subyace en los cuatro elementos del poemario (aire, agua, tierra, fuego), vuelve conceptualmente en la silva romanceada, la estrofa elegida por la autora, que simula el caos y el desorden de una selva. Cada poesía, compuesta por versos imparisílabos, muestra la imperfección de la vida, un camino con sus luces y sombras, sus pinceladas de colores suaves y vibrantes, donde las historias de amor a veces son pares (dos personas) y, otras, impares (una persona).