En abril de 1430, en el castillo de Peñíscola, se exhuman los restos del aragonés Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor, conocido popularmente como el Papa Luna, fallecido siete años antes en la fortaleza erigida por los templarios. Los que asisten a ese emotivo momento se sienten atrapados por la visión de un rostro sosegado y repleto de majestuosidad. Para ellos no existe duda que dejó este mundo con el espíritu sereno y en paz consigo mismo. El cadáver embalsamado desprende un aroma a azahar que inunda toda la estancia y se esparce por la población ante el asombro de unas gentes que lo siguen admirando.