Pablo Díez vuelve a sorprender con una novela en la que el bien y el mal se ven las caras en el juicio a Rafael Díaz de Serengón por el asesinato de Eugenio Sotillo.Rafael Díaz de Seregón, un abogado rico y reaccionario, comparece como acusado en un juicio. Es sospechoso de haber ordenado el asesinato de Eugenio Sotillo, un siniestro activista social con quien lleva años enfrentado. Mediante un alegato que se extiende a lo largo de toda la novela, Seregón trata de demostrar su inocencia y de recalcar su superioridad social y moral con respecto al difunto. El acusado describe el hostigamiento al que Eugenio Sotillo sometió a su familia y atribuye su muerte a la intervención de fuerzas sobrenaturales, en cumplimiento de una sentencia divina. Los detalles del caso se mezclan con un relato del declive personal de Seregón y del derrumbamiento del mundo arcaico en que hizo fortuna. La ingratitud de sus hijos, los crímenes de sus ancestros, la frustración de sus pretensiones nobiliarias y la traición de su mejor amigo se entreveran con las pruebas inverosímiles con las que intenta subrayar su inocencia. Todo ello, aderezado por reiterados alardes de religiosidad, le sirve al acusado para retratarse como último representante de la virtud y el orden. El acusado se aparta pronto del relato fidedigno de los hechos y se centra en convertir a Sotillo, su némesis, en el símbolo de una vida que se desmorona y de una sociedad en la que han quedado abolidos los buenos principios. Pero su enrevesada exposición no resulta convincente. Su culpabilidad va haciéndose patente conforme avanza el alegato. La expresión de sus sentimientos no consigue atenuar las sospechas. Sus palabras generan confusión, arrojan dudas sobre su cordura y buscan tanto intimidar a quienes lo juzgan como conseguir su perdón. Dos mundos se enfrentan. El bien y el mal. La fe y el descreimiento. La tradición y la subversión. El refinamiento y la vulgaridad. Seregón dice encarnar los valores más sublimes, y en ellos sustenta su pretendida inocencia moral.