En el turbulento México postrevolucionario de Plutarco Elías Calles, una provocadora artista, la primera tal vez en el difícil arte de la performance y la acción gratuitamente provocadora, crea, entre 1926 y 1931, el personaje de Carlos Balmori: un multimillonario español, faltón y pendenciero, terrible Don Juan, experto duelista y perfecto gachupín. Despreciador de toda virtud y de todo lo mexicano, cuate del rey Alfonso XIII, del zar Nicolás II y del propio presidente de México y dueño de un palacio en Coyoacán con piscina eléctrica cuidada por un batallón de huríes. Balmori prometía y extendía cheques millonarios en pesos-oro para cumplir cualquiera de sus caprichos y logró tentar y hacer sucumbir, ante sus súbitas propuestas, a honestas señoritas de buena familia a punto de casarse, a pundonorosos militares de alta graduación, a honestísimos congresistas y altos cargos del gobierno más o menos revolucionario, además de, cosa quizás algo menos sorprendente, a artistas de todas clases. Marcel Duchamp propuso (y por tanto se inventó) una pieza de urinario como objeto artístico, aunque luego, contradictoriam