Durante el Renacimiento, los grandes homosexuales, desde Leonardo da Vinci y Botticelli a Miguel Ángel y Rafael, transformaron la historia del arte, alcanzando la imitación más cercana a la naturaleza mientras la alteraban a su gusto. De su arte nacieron seres ambiguos, mitad hombre, mitad mujer; senos femeninos colocados en bustos masculinos y la mirada de un hombre joven asomándose entre los párpados de una Madona.
Desde su más temprana juventud, Miguel Ángel nunca dejó de sufrir y, de ese modo, de crear. Intentó reconciliar las fuerzas aparentemente inconciliables que habitaban en él: las pasiones terrenales y el temor de Dios. De ahí el edificio consagrado por igual a la belleza, a lo celestial y lo infernal, que Miguel Ángel erigió para la gloria de Dios. No tiene equivalente ni sucesor. Sus antecesores aspiraron al cielo por la fe en sí misma; Miguel Ángel trató de elevarse por medio de la exaltación contemplativa de la belleza.
Sus pasiones encontraron su expresión en el cuerpo humano tal y como emergió de la mano del Creador. Y lo hicieron incluso en el techo de una capilla papal: la Sixtina. Esto lo expuso al escarnio de los críticos mojigatos, que le acusaron de exhibir el paganismo en un lugar de culto y vistieron a sus poco modestos Titanes con calzones pintados.