El dibujante se deja llevar por el espacio interior del Museo Thyssen-Bornemisza, con la mente en blanco y los sentidos bien despiertos, sin un planteamiento previo: algunos de los cuadros reclaman su atención y así se produce el momento mágico en que, literalmente y a través del dibujo, el autor, y con él el espectador también, se introduce en el interior del cuadro y capta su esencia.