Tengo quince años y escribo en el cuarto de los aperos, sobre una mesa que mi abuelo ha improvisado con cuatro maderas y que cojea con el movimiento de la mano. Hace frío, la nieve acecha las casas enjalbegadas. Me gusta meterme aquí y oír el murmullo del río, ver el cuerpo de mi abuela arrojando a los gatos tacos de tocino y restos del arroz del mediodía, con el cuerpo tan doblado que parece un compás. A esta edad uno sueña con grandes cosas. Grandes planes que uno piensa cumplir a rajatabla. Todavía no sé que de todo cuanto fantaseo sólo habrá una cosa quince años más tarde que sobreviva: un hombre de treinta en otra mesa igual de precaria que deseará escribir con la misma ingenuidad con que lo hago ahora, a los quince. Hablamos de un narrador, de un poeta, que averigua en los gestos menores la trascendencia de las grandes preguntas, y sus respuestas, GONZALO GRAGERA. Los lectores de Montiel, cada vez más, no necesitan reseñas: saben lo que van a encontrar en sus meditaciones y cuánto nos convienen. Es a quienes no se hayan acercado todavía a su escritura a quienes hay que impulsarles a que lo hagan: encon