Los n£meros iridiscentes del reloj de la mesilla me dicen que no hace ni cinco minutos que lo hab¡a mirado. Me doy cuenta de que el tiempo es inversamente proporcional a la necesidad del que lo padece. ?Pues yo quiero que estemos los tres juntos siempre ?atron¢ mi voz intentando arrancar una sonrisa a mi amiga. Una risa estruendosa sali¢ de su hedionda boca. Eliseo se arque¢ hacia atr s sujet ndose la barriga. ?Veo que te lo tomas a broma, mi solitario amigo. ?Ver usted, yo es que no sab¡a d¢nde ir a estas horas a buscar unos zapatos rojos que le gustan a mi mujer, bueno, a mi segunda esposa, y hab¡a pensado que a lo mejor aqu¡?, es que es muy caprichosa, sabe. Despierto cubierto de sudor, me incorporo. Ni rastro de mi chaqueta vaquera, ni de mis pantalones, ni de mi mochila, ni de mi Olympus. Me observo, calzo unas alpargatas de arpillera, una camisola blanca de algod¢n y unas calzas de lino a rayas marrones y rojas. Germ n se qued¢ parado y sin palabras en el centro de la sala. O¡a el chafardeo a su alrededor. Ajeno a todas las conversaciones. Hasta ajeno a su mujer. ¨Ser¡a verdad lo que acababa de deci