Hacía tiempo
que Fernando Aramburu quería escribir sobre personajes y escenarios vascos. Y
ha esperado hasta intuir cierta madurez como escritor para dejar su particular
testimonio literario sobre el espinoso tema de la violencia etarra y sus
derivados.
Un padre se aferra a sus rutinas y
aficiones, como cuidar los peces, para sobrellevar el trastorno de una hija
hospitalizada e inválida; un matrimonio acaba fastidiado por el hostigamiento
de los fanáticos contra un vecino y esperan que éste se decida a marcharse; un
hombre hace todo lo posible para que no lo señalen, y vive aterrado porque
todos le dan la espalda; una mujer decide irse con sus hijos sin entender por
qué la acosan. A manera de crónicas o reportajes, de testimonios en primera
persona, de cartas o relatos contados a los hijos, Los peces de la amargura recoge fragmentos de vidas en las que, sin
dramatismo aparente, sólo asoma la emoción -a la par que el homenaje o la
denuncia- de manera indirecta o inesperada, es decir de la manera más eficaz.
Es difícil empezar a leer las
historias en principio modestas, de una engañosa sencillez de Los peces de la amargura, y no sentirse
conmovido, sacudido -a veces, indignado- por la verdad humana con que están
hechas, una materia extremadamente dolorosa para tantas y tantas víctimas del
crimen basado en la excusa política, pero que sólo un narrador excepcional como
Aramburu logra contar de manera verídica y creíble. La variedad y originalidad
de los narradores y de los enfoques, la riqueza de los personajes y sus
diferentes vivencias logran componer, a modo de novela coral, un cuadro
imborrable de los años de plomo y sangre que se han vivido en Euskadi.