«Concibo esta novela, esencialmente, como un pequeño (insignificante quizá) monumento a la desobediencia. Escrita con esa consciencia siniestra y al mismo tiempo ingenua de hacerme difícil mentir sobre la mujer y sobre el mundo en que vivimos, desoí todo y rompí mis propios patrones creativos. Se trató de pasar a un nivel más crítico y cercano a la condición humana de mi generación, con todo al alcance de la mano y sin embargo marcada por una profunda insatisfacción, un profundo sentido de fracaso. [...] Como lectora, estaba cansada de la mujer amada por todos, idealizada por corrientes de pensamiento y discursos estéticos. Sentí entonces que era momento de que lo femenino estuviera a solas por un instante, y que había que escribir ese instante, auténtico, sin poses, sin testigo.»