En la Francia de los años cincuenta, entre la generación de jóvenes críticos que pronto daría el salto a la dirección bajo la etiqueta de Nouvelle Vague, el concepto de «política de los autores» nació como una reacción contra la manera convencional de entender el cine de Hollywood que identificaba al film con un género, una productora y un intérprete. Con el tiempo, este sueño de la «autoría», mediante el que se encumbró la subjetividad de los cineastas igualándola a la del resto de artistas, escritores, pintores, músicos, etc. y se minusvaloró el trabajo colectivo y la presión industrial a la que estaba sometido el cine norteamericano, terminó produciendo sus particulares monstruos. Así, en no pocas ocasiones, el actor quedó reducido al estatuto de objeto; o incluso de ganado, en la famosa frase atribuida a Hitchcock. Sin embargo, las interpretaciones de algunos grandes actores Cooper, Wayne, Grant, Stewart, entre otros revelan, en ocasiones, obsesiones temáticas y, casi siempre, una continuidad en el trabajo corporal y gestual que puede extenderse durante toda una filmografía. Así, Cary Grant calca su gimnasia corporal al correr tras un taxi en Arsenic and Old Lace y en Charade, filmada veintidós años después y con otro realizador. Es decir, Grant podría considerarse más autor de films que un Feyder o un Coppola. De igual manera, las trayectorias de Cooper, Wayne o Stewart podrían analizarse bajo el mismo enfoque que se sigue al desentrañar la obra de Ingmar Bergman, evitando tanto el habitual recurso al epíteto como el obsceno buceo en la vida íntima. Tales ideas conforman la provocativa tesis que el veterano Luc Moullet defendió en La política de los actores, un astuto y divertido ensayo para todos los públicos que ya se ha convertido en un auténtico clásico de la literatura cinéfila, aquí vertido por primera vez al español.