Solo cuando el porno se hace visible deja de engañarnos y ya no creemos que haya algo real en él. Por eso, para entender la realidad, sería impensable, hoy en día, darle la espalda a la pornografía. Andrew Ross, en su libro No respect: intellectuals and popular culture, se preguntaba sobre la «popularidad» de la pornografía y analizaba las discusiones sobre su uso público, dado que a finales de los ochenta, reflejaba los procesos económicos y políticos de la sociedad en que se producía. Así, aproximarse al porno, como a cualquier otra de las esferas de la denominada cultura popular, parecía ser sintomático de una ruptura con las normas del modernismo y sus relatos grandilocuentes. En la actualidad, sin embargo, vivimos en una sociedad enteramente pornográfica. Solo hace falta ver cada día un telediario o un programa sensacionalista en la televisión para encontrarnos con imágenes explícitas, comportamientos impúdicos o la utilización del término obsceno, refiriéndose a la actuación de cualquier criminal o político de turno. Así, la pornografía ha abandonado ese espacio cerrado, íntimo, casi censurado,