Motivado por su amistad con el joven Larbi Layachi, Bowles decidió acometer la preservación de la cultura oral magrebí a principios de los años sesenta. Layachi no sabía leer ni escribir, pero se reveló como un maestro de la narración. Su historia, una autobiografía ligeramente velada, es contada con un punto de vista crudo y descarnado, desprovista de todo sentimentalismo o moralización.