Una de las mutaciones más interesantes de la poesía contemporánea tiene que ver con la sustitución del espacio público, de la dimensión social como lugar de mera denuncia. Alta y clara, sí, pero tibia, por más que sus lemas se presten a ser coreados. A la manifestación de las ideas compartidas le sucede el hueso carnoso de lo manifiesto, los cuerpos antes que las pancartas, cuerpos que suscriben lo dicho, que anuncian lo que en ellos se inscribe. Por ese camino de una nueva forma de centralidad política se pasea Laura Rodríguez Díaz (Sevilla, 1998), después de su debut en San Lázaro (Cántico, 2021). Esa ganancia no es nueva, de acuerdo ùsalen a relucir Olga Novo, Núria Martínez-Vernis, Miriam Reyesàù, pero sí ha repuntado al calor de la coyuntura histórica con aportaciones tan consolidadas en torno a este tema como las de Sara Torres o Luna Miguel. En ese surco de la enjundia hay que buscar a Laura Rodríguez, el de la infirmitas, que tiene su origen a pachas entre la frágil calidad de los materiales, no sea que se venga abajo el edificio, nuestro hábitat urbano, y la entredicha home