En 1923, las autoridades primorriveristas deciden esconder el cinturón de miseria que rodea la ciudad a los futuros visitantes de la Exposición Iberoamericana del 29. Más de treinta asentamientos chabolistas son desalojados y sus pobladores enviados a Villalatas, la zona más alejada de cualquier ruta de paso. En aquel lugar, un arrabal sin iglesias donde los niños mueren de miseria y el único consuelo de sus madres es poder disponer del recuerdo fotográfico de un cuerpo inerte, se encuentra desde hace años una fonda que resulta ser el burdel más grande, maloliente y barato de la provincia. El relato es una historia de dos grandes mujeres, Davinia y Che, que comienza en 1882, cuando Cristina Salazar Expósito cumple trece años y las monjas del Hospicio de la Santísima Trinidad le buscan un oficio de sirvienta en aquella fonda. Esa misma noche, Doña Paquita la sentará en una silla de enea en mitad del salón donde se espera, le bajará las bragas hasta los tobillos y la rifará al mejor postor entre la selecta clientela. Años después, será capaz de reinventar el pasado y desvelar el futuro.
Bajo la más pura tradición del realismo mágico, El retratista de los niños muertos nos sumerge en un tiempo que transcurre entre la luz decimonónica de las lámparas de queroseno y la modernidad de un mundo recién estrenado por el hada electricidad, trasladándonos a un territorio que el lector sentirá mítico: Villalatas.