Un día normal, un sol radiante, una calle transitada y, de pronto, como si la vida se partiese en dos o estallase en mil pedazos, un hecho a primera vista intrascendente lo cambia todo para siempre.
El pasado, el presente y el futuro se desconectan, se desencajan. Sólo hay un antes y un después. En las páginas de esta novela, la vida, la rutina, el trabajo y nuestra cotidianidad se exponen sin máscara alguna y con toda su impresionante fragilidad e inconsistencia. El personaje de este relato puede ser cualquiera de nosotros.
La octava puerta de Jerusalén atrapa al lector desde el principio al final, y ya desde la primera página lo involucra en una realidad que no es otra que la suya propia. Y lo que es más importante aún: al lector le resulta imposible permanecer indiferente ante un relato que, quiera o no, le llega
directamente al corazón.