¿Qué se ama cuando se ama?, le pregunté al ulema Samiullah.
Mi amigo Mansur murió. Se lo tragó la guerra, como a mis padres. Como a tantos otros. Entre los dos soñábamos cambiar el mundo, poner las leyes al servicio del pueblo, decirle a los hombres que su mirada no vale más que la de una mujer.
Sin él, mis palomas no volvieron a volar sobre las azoteas. Los cielos de Kabul quedaron desiertos. El silencio invadió los lugares verdes de Babur.
Entonces apareció Najimulah.
Era un desconocido y, cuando se presentó en mi casa con la excusa de devolver una paloma, habría jurado que conocía su voz, que sus gestos me eran familiares, que sus palabras eran las mismas que había escuchado en la boca de mi amigo Mansur.
Le pregunté al ulema si aquello era posible, si las personas podíamos renacer en otro cuerpo, morir para volver a vivir.
Pero antes de que pudiera responderme descubrí que estaba equivocado. Descubrí que el amor existe más allá de la persona, más allá de nuestro deseo, y más allá de nuestra propia condición.