Yo diría que mi descenso a los infiernos arrancó con
aquel episodio del perro. Sí, tuvo que ser entonces, porque
hasta ese día las cosas me habían ido como la seda y fue a
raíz de aquello cuando todo empezó a torcerse. Hasta que ese chucho
sarnoso se coló en mi existencia gozaba de una reputación, una
familia, una carrera con prestigio y futuro y una fachada intachable.
Pero después todo empezó a ir cuesta abajo, como en un tobogán,
como en esos tubos de plástico que cuelgan de las ventanas de las
viviendas en reforma para arrojar por ellos los escombros. Y por allí
me precipité junto con los cascotes de mi preciosa vida anterior, hasta
dar con mis huesos en el contenedor y en el vertedero.