Los poemas de Roger Wolfe podrían definirse como antifábulas, como contrafábulas: al final espera a los lectores una pura perplejidad, una antimoraleja en todo caso. El poeta no se detiene nunca: su nihilismo atroz se empeña en descarnar todos los prestigios, en desnudar todas las mentiras. Después, emprende su autodemolición. La muerte es el único asunto que el autor se toma verdaderamente en serio. En la descripción del espanto no se va por las ramas del repertorio tradicional: el miedo a la muerte es como el miedo al dentista; la vida no es más que un hojear revistas en la sala de espera. La eficacia de los poemas de Wolfe reside en un curioso sistema de recursos de estilo, aunque sería más exacto hablar de antisistema. El poeta vuelve la espalda a todo el arsenal consagrado de la lírica, carga de dinamita los títulos y concentra una balística contundente en los finales. Su sarcasmo burlón y su lenguaje directo sirven de vehículo a unos poemas cuyo núcleo es la más profunda indignación moral ante el mundo; un mundo que a pesar de todo, y de manera paradójica, también puede Guillén dixit estar «bien hecho»